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David Chang, el cocinero «ñu» que se impuso a la industria y la bipolaridad

Empresario de éxito al frente del grupo Momofuku, cocinero televisivo y multipremiado, al estadounidense de ascendencia coreana David Chang le daba «alergia» publicar sus «memorias» con 44 años, pero el resultado, «Comerse un melocotón», es un relato sincero de quien ha tenido que lidiar con su trastorno bipolar entre reconocimientos y varapalos.

No estaba predestinado a ser cocinero -destelló como joven golfista- pero confiesa este «adicto al trabajo» que la cocina fue su «estrella Polar» y la que le «salvó la vida», ya que ni sus sesiones con el psiquiatra ni «ningún fármaco» acabó con sus «ideas de suicidio».

No hay ni una sola receta en «Comerse un melocotón» (Planeta Gastro) y sí muchas enseñanzas para afrontar la vida, especialmente si se comparte profesión con Chang, quien compara a los cocineros con los ñus porque, al igual que estos animales, existen «literalmente para alimentar a los demás y metafóricamente son presa fácil de arrendadores, socios comerciales, inversores y marcas».

Cuando en 2004 abrió en Nueva York su primer restaurante, Momofuku Noodle Bar se propuso poner de moda la cocina ‘urdenground’, como ya había pasado con la ropa y la música, convencido de que la comida callejera asiática era superior a la de los restaurantes de alta cocina de su ciudad, entonces muy influenciada por Francia.

Estaba especializado en ramen, esa contundente sopa japonesa tan popular hoy en Occidente como desconocida entonces fuera del archipiélago. Y no siempre tuvo las colas que después se formaban a sus puertas; además afrontó denuncias vecinales por los olores y piquetes de la asociación animalista PETA las pocas veces que servía foie gras.

Pero esa cocina que no era auténtica ni de Nueva York ni de Japón, sino que bebía de varias influencias y de lo que le apetecía ofrecer a él y a su hermano de batallas, Quino Baca, acabó por darle muchas alegrías.

Tanto que pidió un préstamo de un millón de dólares para abrir otro, Momofuku Ssäm Bar, que quería consagrarse a la comida rápida a través de burritos coreanos pero que tuvo que reorientar por falta de aceptación, de forma que servían menús con lo que a los cocineros les gusta comer por la noche al salir del trabajo. Fue incluido en la lista de The World’s 50 Best Restaurants.

Más tarde se resarciría con la comida callejera a través de Fuku, cadena especializada en bocadillos de pollo frito; afrontaría su primer «fracaso general» con Nishi, dedicado a la pasta, y se metería en la alta cocina con Momofuku Ko, que sólo funciona con menú degustación. Tuvo reventa de reservas, logró el prestigioso premio de la Fundación James Beard al mejor restaurante y dos estrellas Michelin de golpe.

Mientras seguía creciendo hasta la decena de locales con los que cuenta actualmente en Estados Unidos y Canadá el grupo Momofuku (que en coreano significa melocotón de la suerte) su fama aumentaba al ritmo, lo que le llevó a publicar recetarios, a editar una revista y a incurrir en televisión, donde ha resultado muy aclamada la serie «Ugly Delicious» que estrenó en 2018 Netflix.

Todo ello mientras lidiaba con sus episodios depresivos, los ataques de ansiedad o los de ira que en el trabajo le hacían gritar al equipo o darle puñetazos a la pared porque sólo el dolor físico le otorgaba cierta calma.

Quizá por eso congenió tan bien con el malogrado Anthony Bourdain, quien le definió como «aterradoramente inteligente, divertido, ambicioso y tremendamente creativo; el tipo con el que todos los chefs deben medirse». De esa relación habla en un libro dedicado a «todos los que llevan las de perder».

De sus tormentos personales, sus miedos profesionales, sus triunfos y sus caídas habla abiertamente en estas memorias en las que también describe sin tapujos la «crudeza física y mental» del trabajo en un restaurante, de cómo les repercute la labor de críticos gastronómicos y blogueros, del racismo y del movimiento #MeToo contra la violencia psicológica y sexual en el sector.