Faltaban minutos para la medianoche y en la pantalla aparecieron Anne y Ana. Gran parte del país se preparaba para despedir los meses más negros de la historia reciente. Para Ana se cerraba el año de la gran despedida, la que le ha separado -al menos de forma física- de Álex. El adiós de un ser querido es siempre un suceso trágico pero, si además es un hijo, el trance se vuelve insoportable. Es algo antinatural. Alguien dijo que «sólo en la guerra los padres entierran a sus hijos». Y ese 2020 del cual ya no queremos acordarnos fue también como una pugna para ella. Un litigio entre fuerzas desiguales, siempre es así contra el cáncer, pero ganado porque hay victorias pírricas y derrotas épicas que consagran al héroe caído.
Quizás por eso y porque Ana es una de esas personas que forman parte del patrimonio social de nuestro país, como Juliette Binoche para los franceses o Mónica Bellucci para los italianos, fueron muchos los que ayer quisieron abrazarla al otro lado del televisor y apretar su mano junto a Anne -que estuvo profesional como siempre y humana como nunca- cuando la emoción estrangulaba su garganta y miraba al cielo. Su mensaje, un canto a favor de la vida y la necesidad de amar como urgencia más apremiante, fue sin duda la mejor manera de abrir una puerta al futuro. Una luz tan blanca como ella misma lucía para borrar 365 días de tanta tiniebla.
Ana, que en eso que llaman show business lo ha sido todo, demostró una incontestable grandeza humana y profesional. Ella que siempre es, por encima de todo, mujer y madre. Ella que tantos años inauguró el verano posada en la arena, a la orilla de nuestros mares, volvió a anunciar ayer la llegada de un tiempo nuevo en el que, fortalecidos por el dolor ya superado, hemos de ser felices en la esperanza.