El pasado 9 de noviembre ‘The Crown’ estrenaba su quinta temporada. Con la habitual renovación del reparto para adaptarse al paso del tiempo, la nueva entrega de la serie de Peter Morgan nos traslada a un periodo comprendido aproximadamente entre 1990 y 1997. Muchas cosas ocurrieron en esos agitados años, algunas de las cuales afectaron de pleno a la monarquía británica, como el divorcio de la princesa Ana con el capitán Phillips, el incendio del Castillo de Windsor y sobre todo la publicación del incendiario libro ‘Diana: Her True Story’ tras la separación de Lady Di y el por aquel entonces príncipe Carlos.
No obstante, más que cualquiera de los acontecimientos anteriores, que obviamente aparecen reflejados, la gran -y a mi juicio más interesante- novedad que introduce esta quinta temporada está en el cambio de percepción de los británicos hacia su casa real.
Hasta ahora los guionistas se habían dedicado a explorar las intrigas palaciegas de los Windsor en paralelo a la evolución del país, pero nunca habían dado pie a discutir un régimen que parecía incuestionable bajo el liderazgo de Isabel II. Sin embargo, en esta nueva remesa de episodios los responsables de la serie deciden plantear frontalmente la razón de ser de la monarquía, y lo hacen usando como metáfora el real yate Britannia, «una versión flotante y marítima» de la reina, como reconoce el propio personaje interpretado por Imelda Staunton durante el capítulo que abre la temporada.
La embarcación, tras 44 años en funcionamiento a servicio de la royal family, requiere reparaciones millonarias que el gobierno de John Major no está dispuesto a asumir. Exactamente igual que la monarquía: una institución obsoleta y cara que necesita modernizarse ante la llegada de los nuevos tiempos y una sociedad cada vez más informada y exigente.
Sin embargo, quien hace ver esta realidad a la reina es quien menos nos esperaríamos: su hijo primogénito y heredero al trono. Lo hace en la tensa escena final, recién llegado de Hong Kong, cuya soberanía acaba de volver a manos chinas tras 155 años de colonialismo británico.
«En Hong Kong he visto lo fácil que es deshacerse de nosotros. Renombraron edificios, quitaron tu cara de los sellos. Pese a 150 años bajo la Corona no te imaginas qué rápido nos largaron. Eso es lo que pasa por no avanzar por los tiempos», advierte Carlos (Dominic West) a su madre en el Palacio de Buckingham, antes de lanzar el órdago: «Si nos aferramos a la noción victoriana de cómo debe verse y sentirse la monarquía, el mundo avanzará sin nosotros. Y los que vengan detrás de ti se quedarán sin nada».
El mensaje del heredero es realmente interesante, pero chirría y mucho que sea él, que siempre ha representado el continuismo puro y duro y la rigidez en su máxima expresión, quien lo pronuncie. De hecho, lo lógico según ese razonamiento, sería que él hubiese renunciado a sus casi 74 años a la corona tras el fallecimiento de Isabel, en favor de su hijo Guillermo.
Tal vez sea un intento por intentar hacer caer en gracia a un personaje mayoritariamente denostado por los fans de la serie debido a su confrontación con Diana. O tal vez sea un golpe de efecto calculado para concluir la temporada en todo lo alto. Pero la contradicción está ahí, y resulta muy llamativa.